Un sable general


El arma de los generales es el sable. Es un vehículo para comunicar acciones militares. Blandiendo el sable, se indican los movimientos en los entrenamientos para que los soldados aprendan, y los puedan interpretar en el campo de batalla.

Este sable corvo fue atribuido a tres célebres figuras políticas y militares por Antonina Alvarado, cuando lo donó al Congreso Nacional en 1881 y luego al Museo Histórico Nacional. Según ella, antes de pertenecer a su padre, el guerrero de la Independencia y posterior gobernador salteño, Rudecindo Alvarado, había pertenecido primero a Belgrano, quien luego se lo regaló a Güemes. Antonina sostenía que el sable acompañó a Belgrano en "las jornadas de Vilcapugio, Ayohuma, Tucumán y Salta", y a Alvarado en las campañas de Chile y de Perú.

Pero un descendiente de Güemes afirmó que el sable nunca perteneció a Belgrano, sino solo a su ancestro. Tras la muerte de Güemes, su hijo Luis se lo habría regalado a Rudecindo Alvarado.

La decoración de este sable combina una figura militar en su puño, probablemente el dios de la guerra greco-romano, Marte, con su casco; así como una esfinge egipcia en la empuñadura. En su vaina tiene grabadas varias escenas de campamento y combate.

Es probable que sea de fabricación francesa. Napoleón comandó una expedición a Egipto entre 1798 y 1801, y así el imaginario del antiguo Egipto se extendió por Europa.

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En 1819, el comerciante porteño Miguel Riglos le regaló a Güemes un sable con una dedicatoria: "como íntimo recuerdo de nuestra amistad antigua". El salteño comentó en una carta:

"Aún no ha llegado el paisano Zuviría, de cuyo poder recogeré el sable con que me ha querido honrar mi antiguo amigo el señor don Miguel de Riglos, a quien se servirá usted hacerle una visita a mi nombre, asegurarle de mi constante afecto, repetirle mis respetos, y, entre tanto tengo el honor de escribirle en el siguiente correo, decirle que le doy las más expresivas gracias por la demostración con que ha recordado nuestra amistad que las circunstancias del tiempo la tenían sin ejercicio".


Fuentes

  • Luis Güemes. 1982. Güemes Documentado, Tomo 7, págs. 411-415.